Tomás Sánchez Santiago, el lugar de la desaparición, por Alfredo Saldaña

20.07.2024

Alfredo Saldaña ilumina la obra de un poeta que, «frente al resplandor fulgurante de la apariencia» escribe «la quemazón de la herida que deja huella».

Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957) ha ido desarrollando —como narrador, diarista, ensayista y, en gran medida, poeta— una obra literaria muy exigente y singular, al margen del ruido, el espectáculo y las concurridas autopistas de (des)información masiva por las que transcurre habitualmente el mercadeo literario. Es evidente que, para lo que aquí nos interesa, la poesía, en su caso, habla al callar, es sin estar, sin ocupar ninguna peana o espacio público y mediático de relevancia, desplazándose hacia una periferia desde la que escribe y en la que encuentra cobijo la verdad y la belleza de lo pequeño, por decirlo con el título de una de sus entregas, ocultándose incluso bajo la arena para intentar que ahí brote una nueva palabra, porque, como señala el poeta: «Solo los niños y los poetas se atreven a jugar sin miedo con la arena» (Sánchez Santiago, 2022: 78). Si eso es así, solo ellos están en condiciones de desvelar el secreto de un mundo que, en la forma de una palabra extraviada, aguarda bajo la arena.

Creo que a menudo este poeta se adentra en el afuera de un espacio desértico en el que han desaparecido todas las figuraciones, y desde ahí contempla el mundo, la vida, la realidad, con el asombro del que mira por primera vez; la suya es una mirada con la que recupera la «inocencia del ojo, su falta de concurso en las valoraciones» (Sánchez Santiago, 2022: 22), porque «la desnudez del ver será la tranquilidad del nombrar». En realidad, como sugiere el poeta y narrador zamorano, aunque siempre se mire por primera vez, casi siempre se observa dando por ya visto lo que se va a contemplar, sin exponerse al desconcierto de la admiración, desentendiéndonos de mirar por mirar, y así luego ver para nombrar. Se genera así un acontecimiento, una situación de extrema inocencia, el lugar del que se asombra en la inocencia de una mirada, «lumbre baja que no brilla pero sí quema» (Sánchez Santiago, 2022: 55). Frente al resplandor fulgurante de la apariencia, la quemazón de la herida que deja huella.

Nos encontramos ante una escritura poética anómala, por irregular y extraña, que no dobla el espinazo frente a la (auto)complacencia y la domesticación y que se presenta cuestionando y no reiterando tópicos y lugares comunes consabidos, una poesía que planta cara a una realidad o un sistema social casi siempre sancionados por la costumbre o el poder, y, a partir de ahí, rebelde e insumisa, «no se conforma y rompe / los espejos», abriendo hasta las entrañas las palabras con la intención de escuchar timbres y registros impronunciables, una poesía que se atreve y desciende a lugares oscuros donde respirar es dificultoso, el asombro es un torrente imparable y aguarda «El que enciende la lengua / y desordena» (Sánchez Santiago, 2006: 20-21).

Quizás la cuestión pase por reivindicar un trato con la realidad más amplio que ese que funciona como una especie de reflejo fiel, exacto, normativo y naturalista de una realidad que parece estar ahí únicamente para ser imitada; es una cuestión que tiene un alcance teórico y político al mismo tiempo y que, con todos los matices necesarios, se puede trasladar al campo literario con la intención de impulsar allí una poesía que vele por lo desaparecido, airee lo real que se encuentra por debajo de la apariencia y el simulacro y genere algún tipo de verdad, caiga quien caiga, al precio que sea, una poesía que explore en los lugares más alejados del decir común y trate de dar voz a lo que se encuentra enterrado bajo el ruido y el clamor de los discursos más intrascendentes. Sánchez Santiago (2022: 51) cifra esa desaparición en unos «seres suaves» que se resisten a participar del banquete colectivo, pasan inadvertidos en el fragor de las conversaciones públicas y se niegan a concursar, unos seres que «perdieron siempre su turno porque su lugar era la desaparición». Dar presencia y entidad a esa desaparición pasa por exponerse y adentrarse sin protección en el afuera, salir, en la medida de lo posible, de uno mismo para verse a una cierta distancia, un comportamiento que en Occidente es más una excepción que una regla; a algo de eso me parece que alude en un poema titulado «El esmero», donde se refiere a esa actitud cuidadosa y diligente como una experiencia inmersiva en la otredad:

Siempre el esmero: ese modo de estar en lo otro, atenderlo

hasta dejarse rozar uno mismo por la desaparición. (Sánchez Santiago, 2024: 95)

Nos sentimos fascinados por ese afuera que nos acaricia pero enseguida, por miedo al contagio y desde la seguridad de lo propio, evitamos el contacto, impedimos que ese afuera se agregue y nos penetre. Habrá que aprender a recibir y salvar la amenaza del afuera y percibirlo como una amable y entrañable compañía. De esta forma, resulta al mismo tiempo extraordinariamente incierta y estimulante la aventura que ha emprendido este poeta: la fundación de una palabra emitida desde la desposesión y el desplazamiento, muy próxima al vacío y la inmaterialidad, atenta a otras sensibilidades y percepciones del mundo, pronunciada desde la negativa a nombrar el mundo de una manera ya dada. Y así, aconseja a su poeta en El que desordena:

Pero debes seguir adelante

con las manos abiertas, expuestas

a las ollas del vacío

aunque solo te lleven a esa ventana oscura

de las incertidumbres

desde donde se oye desalentar. (Sánchez Santiago, 2006: 52)

¿Qué puede ofrecernos la poesía en estas circunstancias? Nada seguro, si acaso, una «ventana oscura» que representa no tanto una amenaza como una promesa, una oportunidad; en rigor, ningún valor garantizado, tan solo una ventana por la que salir a campo abierto para explorar todos los registros posibles de la belleza, los espasmos inconfundibles y al mismo tiempo inciertos de la inteligencia; y ello con un lenguaje desordenado que quiere dar testimonio del indecente e inmoral orden económico y social que sostiene un mundo en el que la generación de residuos, desperdicios y desechos es uno de sus rasgos esenciales. Y el desperdicio es la marca de un sobrante, de algo que, por innecesario, se rechaza, el residuo de lo que no se puede o no se deja o no se sabe utilizar, esto es, algo que se suele considerar inútil. Los traperos, como recuerda Walter Benjamin (1988), aumentaron en las ciudades en el momento en el que los nuevos procesos industriales de fabricación dieron a los desperdicios y los desechos un determinado valor. Y, en este sentido, el poeta es como el trapero o el barrendero:

El poeta es el que quiere estar siempre cerca de las cosas. También de las desechadas, de las peligrosas, de las perseguidas por los azotes del hombre y las inclemencias. Da igual. Él se pone cerca de ellas y canta.

El joven barrendero avanza despacio empujando su carro de mano. A la vez, va mirando con atención a uno y otro lado de la calle, por si en el suelo hubiera algo más que recoger. Y eso haría, de ser necesario: hacerse cargo de lo desechado, nombrarlo con el pensamiento, pasar sobre ello la lengua de la escoba. Hacer desaparecer del mundo de lo útil lo que ofrece ya solo un centelleo residual. Es lo mismo que hace el poeta cuando saca a empujones las palabras del uso y las conduce hasta la entraña del poema. Allí las mete para que vivan de otra manera, luciendo una electricidad verbal extraña, insospechada. (Sánchez Santiago, 2022: 95 y 99)

Los poetas, como los traperos y los barrenderos, también trabajan con materiales de desecho velando por lo desaparecido, dando una renovada presencia a la ausencia, rescatando los residuos que una sociedad instrumentalizada y utilitarista desprecia. En su sueño, como afirma Benjamin, el trapero no se encuentra solo. Lo acompañan camaradas, entre ellos, algunos poetas: «Trapero o poeta, a ambos les concierne la escoria; ambos persiguen solitarios su comercio en horas en que los ciudadanos se abandonan al sueño; incluso el gesto es en los dos el mismo» (Benjamin, 1988: 98).

El lenguaje poético es así índice y señal de una realidad borrada por la apisonadora del utilitarismo más soez, una realidad que trata de sobrevivir en un campo de batalla dominado por la alienación y el estado de narcolepsia a los que nos someten permanentemente los medios de (des)información masiva, la agresividad y la violencia que provocan las servidumbres políticas y económicas que genera el sistema y la falacia de un mundo de sueños y de bienestar que esconde bajo su cáscara el entramado de un mundo edificado sobre la desigualdad y los recortes sociales. Escritura, pues, cuyo alcance teórico y político supera ampliamente la confesión y el testimonio de una situación real determinada. En esas circunstancias, el poeta, como señala T. Sánchez Santiago (2024), es el que menos sabe y, al mismo tiempo, el que desde la incertidumbre más preguntas se plantea, el que, alejado del ruido y el comercio que vertebran las relaciones de los hombres, en mejores condiciones se encuentra para valorar y conocer los nombres de las cosas, el que se aleja de los lugares gobernados por amos y se desplaza al otro lado solo para esperar y tocar las palabras como quien se enfrenta a ellas por primera vez y las pronuncia ante un auditorio con los oídos sellados. En «El que menos sabe», un poema memorable que da título al libro homónimo, escribe:

Nunca supe negociar.

[…]

Vivo de preguntar. Ignoro

el peso azul de los relámpagos

y la intimidación de las brújulas.

Bajo la carne de las cosas pongo palabras pálidas

y espero.

Eso es lo mío.

Esperar

el atropello silencioso del tiempo,

[…]

Soy el que menos sabe. Solo conozco

a las cosas por su nombre.


Qué oficio extraño este.

Te acusan de tocar sin dedos limpios a las palabras

peligrosas, sacarlas de la fila y ponerlas

a hervir fuera de sitio.

Te llevan maniatado por los distritos de la melancolía.

Te escuchan todos con oídos sellados.

Te suben a cadalsos. Confunden lo que dices.


Te aplauden por llorar. (Sánchez Santiago, 2024: 83-84)

Quizás en eso consista lo esencial de esta labor: esperar sin mover un dedo, con los brazos abiertos y las manos vacías, desnudos y sin protección, casi sin esperanza, abandonarse y esperar sin ninguna otra pretensión añadida, después de haber dedicado toda una vida a esperar esa palabra que se perdió, la palabra que, careciendo de sentido, quiso otorgar un valor al mundo, tal como sucede en este poema en el que alguien se dedica tan solo a observar cómo los demás hacen sus labores:

Solo yo permanezco contemplándolo todo, oyéndolo todo en silencio. Porque mi único oficio es esperar; mi único deber, mi secreta tarea pura y difícil: inconfesable. (Sánchez Santiago, 2022: 83)

Alfredo Saldaña


Referencias bibliográficas

Benjamin, Walter (1988). Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, pról. y trad. J. Aguirre, Madrid, Taurus.

Sánchez Santiago, Tomás (2006). El que desordena, Barcelona, DVD.

_____(2019). Este otro orden. Poesía reunida (1979-2016), Madrid, Dilema.

_____(2022). La belleza de lo pequeño, León, Eolas Ediciones.

_____(2024). El que menos sabe, León, Eolas ediciones.


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