Sobre el indisciplinado pensar poético, por Alfredo Saldaña

06.09.2024

A la luz de El orden de los acontecimientos de Miguel Morey, Alfredo Saldaña reflexiona sobre «la percepción del pensar como un artefacto revolucionario y una forma de indisciplina».

Me gustaría, a partir de esa «obra de lenguaje» que es el ensayo de Miguel Morey El orden de los acontecimientos, plantear algunas ideas sobre la cuestión que da título a estas páginas. La obra del catedrático de Filosofía de la Universidad de Barcelona —un ensayo meditativo calificado por su autor como una obra inactual o intempestiva— se publicó por primera vez en 1988, mientras que la edición que he manejado para redactar estas notas, revisada por el propio ensayista, es de 2023 e incluye, además de un posfacio, un extenso prefacio en el que da cuenta del origen y desarrollo del trabajo y varios textos complementarios: «Del pensar como forma de indisciplina» (que apareció por vez primera en 1990 como prólogo a Psiquemáquinas), «Del pensar como forma de patología superior» y «De las cosas que pasan y su sentido», estos dos últimos publicados inicialmente como prólogos a dos textos deleuzianos (Diferencia y repetición, en traducción de A. Cardín, y Lógica del sentido, traducido por el propio Morey). Tengo la sensación de que un hilo conductor atraviesa de manera recurrente todos estos escritos: la percepción del pensar como un artefacto revolucionario y una forma de indisciplina que surge en la fractura por la que se quiebra la realidad que nos envuelve y anonada.

Ya Anaximandro de Mileto utilizó el término ápeiron para referirse al principio regulador de todas las cosas que pasan, cosas que llamamos palabras que suplantan a esas otras cosas que se desvanecen tras las palabras que nos acosan, es decir, tras el relato que da cuenta del pasar indetenible de las cosas. Sin embargo, como recuerda Miguel Morey en El orden de los acontecimientos, al margen de las cosas mismas, de su verdad y de los hechos en los que se manifiestan, está el problema irreductible «del sentido y el valor de las cosas que (nos) pasan —que no son ni se dejan reducir a meros hechos, pero que constituyen el secreto de lo que somos: un pasar» (Morey, 2023: 329), un pasar imparable, un transcurrir que quisiera detenerse en la forma de un saber que aspira a encapsular y limitar las cosas que pretende conocer y que, sin embargo, nada gobierna ni puede sobre la naturaleza, el valor y el sentido de esas mismas cosas.

Es notorio que ese irrefrenable pasar desafía las nociones de límite y frontera, que a su vez son inherentes al trazado de todo territorio social, cultural y estético. El límite, eso que es consustancial a los seres humanos y que, sin embargo, desconocen los dioses desde su poder inconmensurable, da cuenta de la medida de nuestra humanidad y constituye de este modo «el lugar de la verdad y del sentido» (Trías, 1991: 220), aunque también podría afirmarse que es el lugar en el que esa verdad y ese sentido se ponen en cuestión al presentarse, en cualquier caso, como categorías enormemente problemáticas que responden a una necesidad y dan testimonio de una humanidad radicalmente conflictiva e insegura, el lugar en el que la verdad y el sentido son amenazados por un exterior incomprensible. En esas condiciones, ¿es posible hablar de una verdad sin sentido? Miguel Morey (2023), a la luz también, como el propio Eugenio Trías, de una genealogía nietzscheana, detalla la singularidad del filósofo-artista y de un registro que, a partir de Nietzsche, puede denominarse como filosofía del estilo, y señala:

Lo que importa no es tanto la verdad de un enunciado cuanto su sentido y su valor […], poner el problema del sentido y el valor por cima y con carácter previo, anterior, al problema de la verdad positiva y las mil indigencias ante las que su monarquía absoluta nos emplaza. (Morey, 2023: 326)

A partir de ahí, pensar no consiste sino en errar y deambular con el pensamiento reconociendo que la incógnita y la incertidumbre son nuestras únicas pertenencias y propiedades y que no hay camino que no contenga al mismo tiempo la posibilidad del extravío; pensar es, en expresión que Miguel Morey toma de Georges Bataille, una ascesis sin finalidad, enunciado afortunado para denominar ese acto de indisciplina que es el pensar, una práctica virtuosa que no persigue otro fin que no sea el de la liberación del propio espíritu: «el pensar es un acontecimiento que irrumpe en su curso para imponer un quiebro: nos obliga a cambiar de plano, de registro, a mutar de umbral» (Morey, 2023: 312). Y si ese juego ingobernable e indetenible del pensar —entendido como un incierto aprender y no tanto como un saber seguro y estanco— nos acerca un conocer que nada o muy poco sabe o puede acerca de un mundo ordenado según la utilidad, la rentabilidad y la eficacia, «¿qué puede importarnos lo que este saber sabe?» (Morey, 2023: 354).

Es evidente que no se trata de una interrogación retórica, ni siquiera de una cuestión menor. La pregunta es radicalmente oportuna, toca la línea de flotación de nuestros prejuicios, imaginarios y valores sociales, nuestros hábitos de vida sometidos a un orden de apariencias aplanado por la banalidad o nuestra esperanza de transitar hacia un mundo más real, decente y honesto y está vinculada con la imprescindible «indisciplina de pensar frente a cualquier policía argumentativa» (Morey, 2023: 355). Y cuando esa actividad es detenida por la actuación de esa instancia policial o pierde su componente lúdico —el ingrediente más serio y esencial en lo que este movimiento tiene de juego sin garantías ni reglas pactadas de antemano—­­, cuando el riesgo de la desestabilización que conlleva el propio acto de pensar ha desaparecido del escenario, nos hallamos a las puertas del terror y del dogmatismo, otro nombre, como señala Morey (2023: 440), «para la pretensión de elevar el sentido común a categoría de pensamiento […], la doxa a la filosofía».

Una posible, tentativa y rápida respuesta podría argumentarse recordando que la poesía (cuando se acompaña de esa enfermedad sagrada, como decía Heráclito, que es el pensar) y la filosofía (cuando se manifiesta con un ingobernable e indisciplinado decir poético) contienen un aliento insurgente, siembran una semilla indomable y desestabilizadora, y que por ahí puede entenderse y explicarse su expulsión de los foros públicos, en la medida en que ambas, a veces, son manifestaciones de una decidida e irrefrenable insubordinación. Si ello es así, no nos puede extrañar el desinterés, cuando no el temor, con el que quienes ejercen el poder político en nuestras sociedades afrontan todo lo que tiene que ver con el pensamiento crítico y, por lo tanto, el lugar residual y marginal que suelen asignarle en las diferentes etapas del proceso educativo, más aún si esa actividad pensante puede materializarse en un relato más o menos inquietante y perturbador. En estas circunstancias, creo que Miguel Morey acierta cuando señala que «lo que hay que hacer […] es pensar lo que hay que hacer —poner en juego la indisciplina del pensar, en ese diálogo con uno mismo que tutela nuestro hacer». Y habría que recordar que el propio Morey es autor del texto ya citado titulado «Del pensar como forma de patología superior». Allí, a la luz de esa enfermedad sagrada, sobre el pensar deleuziano afirmaba que «quizá no le convenga mejor otra caracterización sino la de forma de patología superior» (Morey, 2023: 424 y 429).

Pensar, como hacia el final de su vida defendía Henri Meschonnic (2017), es hacerlo siempre contra la época en la que surge ese pensamiento, contra el elogio y el aplauso fácil, la apuesta sobre seguro, el acuerdo y el favor de los coetáneos; pensar consiste en provocar una acción intempestiva, una afirmación que estalla a partir de un desmoronamiento previo, una potencia crítica en su radicalidad más hermosa e intensa; pensar, como con sugerente plasticidad afirma Morey (2023: 312), «pone viento en las velas». En ese sentido (un sentido, es cierto, precario, muy poco afianzado), se trataría de explorar la diferencia que hay entre la aventura que entraña el viaje hacia territorios ignotos y la práctica ya ensayada que consiste en cavilar sobre el mundo desde unas coordenadas conocidas, y a partir de ahí: «pensar lo que no se ha pensado, lo que todavía nunca se ha pensado» (Meschonnic, 2017: 79), lo que se encuentra enterrado o permanece al margen de los imaginarios más visitados.

Sin embargo, ante una actividad como esta, en la que la identidad se desparrama en el afuera de una alteridad desconocida o incluso se vuelve contra sí misma, ¿cómo articular ese pensamiento crítico?, más aún cuando se trata de un pensar incómodo que «aparece en la fractura por la que se quiebra la pretendida normalidad que nos rodea, su disciplinado transcurrir: es esa fractura» (Morey, 2023: 312), ¿cómo lograr que ese pensar brote en una forma lingüística inédita?, ¿cómo pensar el lenguaje que ha de dar cauce a la cascada del pensamiento?, ¿cómo abrir ese espacio a una palabra que no traicione ese pensar?, ¿hasta qué punto tensar el lenguaje con el propósito de que el pensamiento se estire, rompa sus ligaduras, confíe de nuevo en el potencial de las imágenes y alcance dimensiones desconocidas?, y, también, ¿en qué medida la poesía puede entenderse alrededor de una idea de la palabra liberada de las perversas correspondencias que se dan entre simbolización y capitalismo?, ¿qué hemos dicho cuando nos encontramos en el momento en el que todavía resta la palabra que se encuentra por decir? Ahí estamos, sin saber, al borde de un acantilado en el que la palabra se expone al riesgo de una caída y una desaparición luminosas.

A este respecto, José Luis Rodríguez García (1994) ha recordado cómo la poesía de Friedrich Hölderlin, que da cuenta de un mundo desacompasado de su propio sentido, representa la neutralización de la contundencia y la fastuosidad de la palabra filosófica: «el desafío de lo poético horada la relación misma entre el decir de la Verdad y la verdad de la Filosofía» (Rodríguez García, 1994: 38). Por su parte, Eugenio Trías distingue en Lógica del límite entre un uso artístico y otro filosófico del logos, entendido como pensar-decir, y señala: «No es posible reducir un uso a otro, ni jerarquizarlos (como hace Hegel): ni la filosofía se disuelve en razón narrativa […], ni la literatura se disuelve en reflexión y teoría» (Trías, 1991: 215), afirmación que confirma la disociación entre ambos lenguajes y que Trías lleva a cabo a pesar de la evidente disolución de los géneros discursivos que se ha producido desde los inicios de la modernidad y a partir del reconocimiento de que cualquier construcción filosófica se sostiene y articula sobre un entramado simbólico, poético e incluso metafórico.

Sin embargo, es obvio que, a pesar de las diferencias (no siempre tan nítidas y precisas) que podemos encontrar entre ambos lenguajes, es posible hablar de «lo Poético-Filosófico» (Rodríguez García, 2012) como un vasto y complejo territorio poblado de intereses comunes y caracterizado por la imposibilidad y el devenir permanentes, un lugar en el que, dando muestras de la incapacidad para representar el mundo, se reconoce y se dice la imposibilidad de la representación. Lenguajes que manifiestan que no pueden decir, registros que expresan sus respectivas incapacidades: «La representación que nos queda es intentar decir que no se puede decir lo que está más allá de lo que se dice» (Rodríguez García, 2012: 150), lo que está, diría Morey, en el Afuera. Por lo tanto, si el decir se sitúa en un aquí y un ahora conocidos, ¿cómo determinar lo ingobernable, lo que se encuentra en el exterior de ese cronotopo?

Dados los continuos conflictos y desajustes que estos lenguajes generan en su aproximación ya no solo a la esencia, la naturaleza o el ser de las cosas, sino también a la apariencia con la que se enmascara la realidad, parece que la poesía y la filosofía ya no conservan ese valor pontifical, oracular y sagrado que pudieron tener en algunos momentos de la historia. En este sentido, a la luz de una compartida ilusión imaginativa y representativa, se trataría de «reivindicar la potencia del simulacro como certero objeto de lo Poético-Filosófico: un nuevo y lujoso narrar que se desliza como reivindicación de la contingencia-devenir» (Rodríguez García, 2012: 115). Asumir el riesgo de la desestabilización y exponerse al devenir de las contingencias que pueden desatar el nudo gordiano de un pensamiento sometido y maniatado, porque el pensar, como recuerda Miguel Morey (2023: 315), «pone en movimiento», y, si hablamos de un pensar poético, cabría afirmar que, como los niños, que imaginan y piensan con frecuencia a partir de la ingenuidad y el asombro, «los poetas saben algo acerca de la naturaleza profunda de las cosas que demasiado a menudo los filósofos ignoran» (Morey, 2010: 40).

Pero buscar la verdad, como se pregunta Aristóteles en la Metafísica, ¿es acaso algo diferente de ir en busca de sombras que desaparecen? Si algo evidente hay en toda esta argumentación es que esa búsqueda exploratoria de la verdad no puede llevarse a cabo sin el concurso del pensar, una actividad —he insistido en ello a lo largo de estas páginas— condenada a un ostracismo cada vez mayor en el ámbito educativo y cultural. Miguel Morey (2023) se ha referido a esta cuestión crucial al señalar cómo se tiende a reducir el pensamiento a doctrina, catálogos de opiniones o escuelas regladas, aportaciones que a base de producir un ruido incesante generan la espuria sensación de vivir en unas sociedades activas y pensantes; sin embargo, la penosa realidad es que en escenarios como esos «la indisciplina del pensar parece quedar ahogada en el seno de una doxa filosófica para mayor gloria de lo Mismo» (Morey, 2023: 320), una actitud que renuncia a discursos problematizantes y opta por otros doctrinarios y adoctrinadores.

Posmodernidad: todo vale, aunque de nada sirva. La experiencia posmoderna ha mostrado que el componente crítico, utópico y emancipador que la razón pudo tener en un momento dado durante la modernidad ha desaparecido en un mundo tremendamente tecnologizado e irracional en muchos de sus aspectos, en el que las relaciones económicas y comerciales y los medios de comunicación de masas desempeñan papeles decisivos, generan continuos desajustes y desigualdades y se han hecho con el lugar de referencia que ocupó durante algún tiempo esa razón entendida al servicio del bien común y la emancipación social. Hoy, ese mundo camina con pasos de gigante hacia un campo que extraña y paradójicamente se llama inteligencia artificial, sintagma con el que se designa un inquietante escenario en el que pueden ejecutarse acciones complejas sin intervención humana, y todo ello se lleva a cabo en beneficio de los intereses económicos de unos pocos y a costa de las conquistas laborales y sociales y las condiciones de vida de la mayoría. Es obvio que en esas circunstancias el pensar no debería entenderse como una práctica de legitimación de la doxa económica dominante sino, más bien, al contrario, como con alguna resonancia blanchotiana recuerda Miguel Morey (2023: 317):

hoy, cuando el orden de las cosas se halla disciplinado por una razón técnica y el orden de los acontecimientos por un imperialismo digital, abrazándose ambos en la forma de un gran Mercado, pensar no puede ser entendido, de ningún modo, como una estrategia de legitimación de las razones de este Mercado —sino como pasión por el Afuera, como indisciplina.

Abocados a un panorama desolador arrasado por el relativismo y el nihilismo que ya pudo percibir hace muchos años Albert Camus (2001: 11): «Si no se cree en nada, si nada tiene sentido y si no podemos afirmar ningún valor, todo es posible y nada tiene importancia», la alternativa quizás pase por dejarse arrastrar por un pensar solidario con ese pasar que, como defiende Morey, nos ponga en movimiento y nos lleve a resistir frente a los abusos y las indignidades del mercamundo actual. Porque, en efecto, y por decirlo a la contra, si todo sirve, nada vale. El logos, en la medida en que puede acallar el ruido y dar cuenta de un afuera extraño e intempestivo, quiere brotar en el exterior de un ágora transformada en mercado, un espacio en el que el pensar es a menudo ya solo una mercancía comercial más: «Ante el envite del nihilismo contemporáneo que pretende subsumir al logos bajo las razones del Mercado no cabe sino afirmar que el logos es expresión de ese Afuera» (Morey, 2023: 317). Toca, pues, pensar, y resistir, a la espera de ese Afuera que amenaza con su sola presencia la estabilidad de la Caverna y disuelve con su inminente aparición los contornos de lo Mismo, pensar al calor no de un saber que detenga el curso de los acontecimientos sino de un aprender entendido como un proceso arrollador e interminable. Y, en esas circunstancias, quizás una de las expresiones de ese logos se encuentre en un silencio inquietante y perturbador que no reble frente a las consignas del statu quo.

Alfredo Saldaña


Referencias bibliográficas

Camus, Albert (2001). El hombre rebelde, trad. J. Escué, Madrid, Alianza Editorial.

Meschonnic, Henri (2017). Para salir de lo postmoderno, trad. H. Savino, Buenos Aires, Editorial Cactus / Tinta Limón Ediciones.

Morey, Miguel (2010). Monólogos de la bella durmiente, Zaragoza, Eclipsados.

_____(2023). El orden de los acontecimientos. Sobre el saber narrativo, Madrid, Alianza Editorial.

Rodríguez García, José Luis (1994). Verdad y escritura. Hölderlin, Poe, Artaud, Bataille, Benjamin, Blanchot, Barcelona, Anthropos.

_____(2012). El hilo truncado (Realidad y representación), Zaragoza, Eclipsados.

Trías, Eugenio (1991). Lógica del límite, Barcelona, Destino.


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