Los vigilantes, de Diamela Eltit, por Jimena Victoria Torres Marco

25.03.2024

Jimena Victoria Torres Marco reflexiona sobre la autoridad patriarcal aniquiladora en Los vigilantes, de Diamela Eltit y presta especial atención a “la disyunción que se produce entre el adentro y el afuera”.

«Tu mirada ausente ya me vigilaba»

(Eltit, 2011: 97)

En 1994 la escritora Diamela Eltit publicaba en Santiago de Chile una breve novela que nos sumerge en una desconcertante atmósfera familiar sometida a la continua vigilancia de unos vecinos hostiles. En Los vigilantes (2011), las coordenadas espaciotemporales carecen de referencia explícita en el texto, estrategia narrativa de denuncia que la autora ha adoptado en obras especialmente críticas con el contexto de la dictadura en su país natal, como es el caso de Lumpérica (1983). Eltit pertenece a esa generación de autoras de lengua de víbora que escriben para romper con los silencios obligados de la dictadura pinochetista (Iglesias Saldaña, 2006). Esta escritura periférica se materializa en un lenguaje abyecto —en términos de Julia Kristeva, que desestabiliza el orden moral— y en la fuerza expresiva del símbolo y de la metáfora.

La novela se enmarca en la narración de un hijo (coincidente con los capítulos que abren y cierran el texto), y se desarrolla a partir de la voz de una madre que se dirige por escrito al padre ausente de su hijo. La imposición del silencio constituye el móvil de escritura de la narradora, que, lejos de enviar sus cartas, escribe para dejar constancia de lo sucedido, porque «sólo lo escrito puede permanecer» (Eltit, 2011: 113). La escritura se plantea como el único modo de expresión individual dentro de un ambiente opresor y asfixiante donde madre e hijo están sometidos al control de los vecinos y de una suegra (enviada por el padre) que busca índices de pecado en cada esquina de la casa. Se establece, con ello, una conexión entre los vecinos vigilantes, el padre ausente y la dictadura como símbolos de una autoridad patriarcal aniquiladora.

La problemática de género es otra de las cuestiones que configuran la denuncia de la opresión política sobre el individuo. La condición subalterna de la mujer, sujeto históricamente mudo (Spivak, 1998), queda reforzada a partir de una madre soltera que, además de adoptar la escritura como único cauce de expresión, se reconoce en los seres marginados y desamparados: «quise encontrar la verdadera piel que envolvía la piel de la carencia: Fue una búsqueda, un conocimiento, un estremecimiento mutuo» (Eltit, 2011: 98). Asimismo, el modelo hegemónico de maternidad institucional (Rich, 1996) se deconstruye a partir de la creación de imágenes sexuales en torno a la relación maternofilial que, además, se sirve de la elipsis para limitar esta transgresión moral al plano de la sugerencia: «Caemos sobre la tierra babeando, […] Nuestra saliva se mezcla y se confunde. Confunde» (Eltit, 2011: 131). Otro de los mecanismos que se perciben en la novela para subvertir el ideal de maternidad es el desplazamiento del amor sacrificado y de los cuidados (naturaleza) hacia la dimensión creadora (cultura). Este desplazamiento se evidencia en las palabras del hijo, quien manifiesta querer convertirse en «la única letra de mamá».

Es importante destacar la disyunción que se produce entre el adentro y el afuera, donde priman el hambre, el frío, y la violencia. Del mismo modo en que lo plantea la uruguaya Fernanda Trías en La azotea (2001, 2018), el encierro en la casa, único lugar inexpugnable, adquiere un carácter obsesivo y patológico en la madre. El encierro convierte la casa en espacio claustrofóbico y proporciona el ambiente siniestro de lo familiar (unheimlich). Como también observamos en otros relatos de Eltit («Consagradas», 1996), se ofrecen imágenes monstruosas de la madre como ser castrador y aniquilador: «Mamá se inclina hacia mí y aparece su boca sardónica. Sardónica. Se inclina y sospecho que quiere desprenderme con sus dientes» (Eltit, 2011: 14). Desde el punto de vista opuesto, los extraños juegos del hijo, sus estentóreas carcajadas y el deseo incestuoso hacia la madre permean el relato y sugieren la perversión del orden moral y familiar.

La familia se presenta, por tanto, como un microcosmos ajeno a las normas que rigen la sociedad exterior, como una alternativa de vida ligada al mundo natural y originario. Significativa es, en este sentido, la escena con la que culmina la narración: madre e hijo aullando como perros mirando hacia la luna. Esta animalización grotesca proporciona la fuerza expresiva de la disidencia, de la huida de una moral impuesta y, en definitiva, la imagen poética abyecta de la liberación: «Levantamos nuestros rostros hasta el último, el último, el último cielo que está en llamas, y nos quedamos fijos, hipnóticos, inmóviles, como perros AAUUUU AAUUUU AAUUUU aullando hacia la luna» (Eltit, 2011: 132).

Jimena Victoria Torres Marco

Referencias bibliográficas

Eltit, Diamela (1983), Lumpérica, Santiago, Las Ediciones del Ornitorrinco.

_____(1996), «Consagradas». En Salidas de madre, Santiago, Planeta Chilena.

_____(2011), Los vigilantes, Barcelona, Seix Barral.

Iglesias Saldaña, Margarita (2006), «Mujeres en Chile y Perú: historia, derechos, feminismos, 1970-1990». En Historia de las mujeres en España y América Latina: Del siglo XX a los umbrales del XXI, Madrid, Cátedra, pp. 923-945.

Kristeva, Julia (2004), Poderes de la perversión, Buenos Aires, Siglo XXI.

Rich, Adrienne (1996), Nacemos de mujer: la maternidad como experiencia e institución, Madrid, Cátedra.

Spivak, Gayatri Chakravorty (1998), «¿Puede hablar el sujeto subalterno?», Orbis Tertius, n.º 6, pp. 175-235.

Trías, Fernanda (2018), La azotea, Madrid, Tránsito.

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