El árbol del cielo de Roberto Juarroz, por Alfredo Saldaña
Alfredo Saldaña reflexiona sobre la obra de Roberto Juarroz, un poeta que «encontró en la nada y el vacío, antes que representaciones de una desoladora negatividad, espacios en los que plantar nutrientes semillas de sentidos».

«Respiré la muerte cuando mi padre murió entre mis brazos», declaró en cierta ocasión Roberto Juarroz (5 de octubre de 1925-31 de marzo de 1995), un poeta extraordinario que, al margen de esas atmósferas y adornos —«mensajes espectaculares de la propaganda» con los que a menudo se confunde la poesía—, pasó por este mundo sin pena ni gloria, acostumbrado «desde muy chico a los silencios», sin hacer ruido ni vestir un traje prestado, como un discreto caminante que exploró y asumió la vida como un cavar hondo, como si se tratara de algo irreal, con un «pequeño defectito en el ojo» (en expresión de su amiga Catalina Trotti, que lo frecuentó y cuidó siendo un niño), y que ancló un destino que se le fue imponiendo de manera insoslayable a la búsqueda de unas voces con las que nadie conversa. No sé, quizás en ese defectito pudiera hallarse la razón de alguien que logró fijar sus ojos en la espalda de las cosas y supo mirar y descubrir con palabras la realidad, esa infinita metamorfosis que fluye sin parar.
Aunque nunca se sintió inclinado a revelar aspectos de su propia biografía —que entendió como una mezcla de azar y destino que podría haber transcurrido de otra manera—, es oportuno recordar que Roberto David Juarroz Balda —Cholo, en la nomenclatura familiar—, hijo de Gregorio y María, nació en Coronel Dorrego, una localidad ubicada en el sur de la inmensa provincia de Buenos Aires, en una casita junto a la estación ferroviaria donde trabajaba su padre. Allí primero y luego en Adrogué transcurrió su infancia, allí su madre lo hamacaba en un árbol del cielo, allí pudo percibir por vez primera que el tiempo y el espacio se podían romper «a través de los silencios, las estrellas, la luna nítida, los vientos, el agua, los pájaros, los horizontes, el campo, la apertura» y allí seguramente se amasó la imagen futura de un poeta vertical que años después recordaría con estas palabras aquella asombrosa y fundacional etapa de su vida: «Mi niñez que era pan anterior a la harina. Mi niñez que sabía que hay humos que descienden». Pertrechado únicamente por una aguda conciencia imaginante alimentada por el espíritu del viaje y la aventura que él veía reflejados en los trenes de larga distancia que a diario pasaban por la estación, inició entonces un periplo que le llevó a estirar los límites del lenguaje y encontró en la nada y el vacío, antes que representaciones de una desoladora negatividad, espacios en los que plantar nutrientes semillas de sentidos, fertilizados territorios en los que la imaginación es arrastrada por un cavilar compasivo que no termina de fraguarse: «pensar en un hombre —decía— se parece a salvarlo».
A la luz de ese maestro sin diploma oficial ni autoridad académica que fue Antonio Porchia, Roberto Juarroz se mostró siempre extremadamente riguroso en sus distinciones entre poesía y filosofía, poesía y ciencia, poesía y literatura e incluso poesía y mística, y se entregó a un plan de trabajo coherente y personal alrededor de una escritura asistemática, reflexiva y metapoética, dotada de una considerable densidad conceptual, impulsada por el objetivo irrenunciable de crear realidad y cuya rara, saludable y desconcertante función es la de enfrentarnos a la ruptura de los límites y colocarnos ante una presencia que no estaba y que ahora, en el instante del poema, está y actúa consiguiendo que nos sintamos algo menos solos, un poco menos abandonados en el mundo; reflexión y metapoesía entendidas no tanto como actividades solipsistas, autorreferenciales y ensimismadas sino como prácticas inagotables en las que el pensamiento y la compasión nos acompañan en la exploración del ser misterioso y callado de la realidad: «La poesía es el mayor realismo posible […], ese lenguaje que no conocemos, el lenguaje que abre la visión de la realidad», afirmó en una conferencia que dio en 1990 en su localidad natal.
Se ganó la vida como bibliotecario, docente e investigador de materias bibliotecológicas, fue ensayista, traductor, crítico literario y cinematográfico, poeta antes que ninguna otra cosa. Juarroz entendió siempre la palabra como una herramienta de generación de conflictos y escenarios inéditos y llegó a ser ese vate que —sin haber disfrutado nunca del favor de una recepción mayoritaria— desde muy pronto logró convocar la atención y el interés de un grupo más o menos reducido de lectores que encontró en su escritura un lugar de reflexión y compromiso permanentes con el desvelamiento de la realidad y la búsqueda de lo esencial del ser humano (entre ese enterado grupo de lectores incondicionales se hallan el propio Antonio Porchia, Vicente Aleixandre, René Char, Alejandra Pizarnik, Julio Cortázar, Octavio Paz y Philippe Jacottet, quienes vieron en la palabra de este poeta el destello de una voz singular).
Desde 1958, año en el que publica Poesía vertical (primera entrega de un total de catorce), Juarroz no dejó de explorar en una poética fundada sobre la desarticulación del sujeto, la desaparición del poeta, el borrado de la biografía. Ocupado, al mismo tiempo, en la tarea de dejarse tocar por una voz (im)propia —«necesitaba un tipo de lenguaje diferente que dejara de lado lo que las palabras tienen de ornamento, de euforia», dirá hacia el final de su vida, en una conferencia impartida en Montevideo en 1993—, entregado a la poesía no como una actividad comercial y pasajera plegada al dictado de la moda, el gusto social o el aplauso de la crítica, sino como un espacio desde el que tratar de responder a las preguntas esenciales, trabajó durante mucho tiempo en esa primera entrega de Poesía vertical, actitud que mantendría a lo largo de toda su trayectoria y que le llevaría a concebir la escritura poética en clave casi matemática, como «un juego metafóricamente geométrico». Juarroz daba ya entonces algunas pistas sobre lo que habría de ser su imaginario poético: profundizar en la palabra no tanto como un método de aprendizaje, conocimiento o saber sino como una rampa por la que pudiera deslizarse el pensamiento, mantener una relación rigurosa y extrema con el lenguaje, huir de fuegos retóricos de artificio y experimentos formales espectaculares, hacer del poema un lugar de crítica y reflexión y no un repositorio de anécdotas biográficas, sociales o incluso históricas más o menos insustanciales. El poeta argentino desarrolló a menudo su trabajo en las inmediaciones de eso que él, al hilo de Macedonio Fernández, denominaba «mundo del pensar», hasta el punto de que su escritura, sin dejar de cantar y de contar, es decir, sin renunciar a la sonoridad y el ritmo del canto y a la linealidad y la discursividad del relato, se asienta fundamentalmente sobre ese tercer vértice que es el pensar, y ello con una coherencia radical, evitando la propaganda, el juego fácil y el espectáculo, lo anecdótico e irrelevante de cualquier referencia personal, histórica, política, temporal o geográfica que pudiera restar a su escritura un ápice de densidad reflexiva, una dirección que le llevó a entender su relación con las palabras como una continuada e irrenunciable labor de poda y descarte.
«Abrir las manos como si fueran hojas […], busco lo abierto», escribió Juarroz sin saber a qué paisajes le llevaría ese movimiento de apertura, quizás intuyendo que la búsqueda de la profundidad y la belleza implicaba una superación de los límites y que ese sin saber contenía ya una desorientación extrema, un modo arcano de sabiduría, convencido en todo caso de que la aventura pasaba necesariamente por una estrategia de vaciado radical: desactivar, desaprender, deshacer, desnombrar, desnudar, desandar, vaciar el mundo de las palabras que lo cubren y contemplarlo como si lo observáramos por primera vez, con una entremezclada sensación de inocencia, asombro y extrañeza, ingredientes de una poética deslumbrante y al mismo tiempo anómala.
Ese viaje se materializa a través de una escritura afrontada con intensidad y como una consecuencia del amor a la vida, capaz de acoger la última aspiración y, frente a cualquier realidad sancionada, la posibilidad de seguir esperando de manera esperanzada, una actividad tocada por la perplejidad que, al tensar los límites del hombre y del lenguaje, permite intuir que en la realidad hay acontecimientos que no encuentran representación en la pantalla de una computadora electrónica o en los titulares de los informativos, olvidados en el trastero de la historia, arrastrados incluso, como denunciara el poeta, por ese sucedáneo de discurso de la vida que distrae de la vida e incluso llega a ocultarla. En cierto modo, Juarroz intenta con su escritura tensar los límites del lenguaje hasta romperlos modificando así las fronteras del mundo, a partir de un pensamiento asistemático y roto que encuentra la fortaleza en su fragilidad y elasticidad y que cuestiona las estrategias discursivas, analíticas y conceptuales con que habitualmente interpretamos los temblores del mundo. También el árbol, decía, es un lenguaje de gestos en el que se combinan la complicidad y el azar para que caiga una hoja.
Poesía vertical —el reiterado rótulo genérico que Juarroz dio a sus sucesivas entregas— refleja la dirección de una flecha disparada al corazón del vacío, a la entraña de la realidad, con el propósito de hacerla saltar por los aires; por lo demás, la rúbrica recuerda que, como todas las cosas sobre la tierra, la poesía tiene un peso propio y concreto pero se encuentra sometida a una particular y doble ley de gravedad que involucra tanto una fuerza hacia abajo como una atracción hacia arriba, «un movimiento inverso, una especie de ley de gravedad invertida». Pozo sin fondo —o, lo que viene a ser lo mismo, cielo sin bóveda—, ese lugar hacia el que nos arrastra esta poesía entendida como una expresión extrema del lenguaje, que se presenta ya no tanto como un registro llamado a revelar el enigma sino como el escenario en el que han de germinar otras semillas interrogantes. Fondo y bóveda que no sellan ni clausuran nada, sino que indican la apertura de lo que no tiene nombre, de lo que es sin ser todavía, la aproximación al menos del otro lado. El fondo de las cosas —decía— no se explica desde la muerte o la vida, el fondo es otra cosa que de vez en cuando regresa a la orilla. A esa orilla nos traslada esta inquietante poesía asumida como un profundo y entrañable acto de fe por alguien que pensaba que «la santidad del poeta es su lenguaje […], la visión del poeta es su lenguaje […], la salvación del poeta es su lenguaje […], la divinidad del poeta es su lenguaje […], la única fidelidad que se le puede exigir al poeta es la fidelidad a su lenguaje». Sí, a ese lenguaje se entregó Roberto Juarroz, como alguien a quien le fue la vida en ello.
Alfredo Saldaña
Algunas citas e informaciones contenidas en este texto se han tomado de las siguientes referencias:
«Entrevista con Roberto Juarroz», realizada en 1967 por Alejandra Pizarnik, Zona Franca. Revista de Literatura e Ideas, 52, 10-13.
«Poesía y realidad» y «A propósito de la Poesía vertical» [dos conferencias que Roberto Juarroz, invitado por la Academia Uruguaya de Letras, impartió en el Cabildo de Montevideo durante los días 10, 11 y 12 de agosto de 1993 en la que fue su última visita a Uruguay; en ese tiempo mantuvo conversaciones con los poetas Álvaro Miranda y Luis Bravo que se recogieron en publicaciones posteriores].
Reportaje a Roberto Juarroz, entrevista de Antonio Requeni realizada en 1974 [el documento se conserva en soporte de audio (CD-ROM) en la Biblioteca Jorge Luis Borges de la Academia Argentina de Letras].
Roberto Juarroz: el hombre, el poeta. Idea y realización: Ana María de la Peña y Laura Forchetti. Producción y coordinación: Taller Cómo contar historias con imágenes y Néstor Machiavelli. Dirección de Cultura de la Municipalidad y Cooperativa Eléctrica de Coronel Dorrego, 2015. https://www.youtube.com/watch?v=GX1_DpZJDIk